Es cierto que no escribo diariamente para este blog. Y me apresuro a decir que no es falta de interés y dedicación sino más bien el entender lo definitivo de una publicación en Internet. Gentes de todo el mundo pueden leer mis publicaciones, mis palabras. Y no digo esto con soberbia sino con la consciencia del alcance que este medio tiene: una persona cualquiera de cualquier parte del mundo busca información, ingresa ciertas palabras a los buscadores y ahí, quizás, en una inmensa lista, aparezca un link a este blog. Y cuantas más personas ingresen en este blog, más veces y cada vez mejor posicionados surgen estos links y así sucesivamente, cual bola de nieve.
Cuando veo tal desarrollo claramente no puedo sino sentir una gran responsabilidad en cuanto a lo que escribo. No puedo sino ser absolutamente consciente de mis palabras, más aún cuando sé cuánta vehemencia arrastra mis palabras tanto habladas como escritas o cantadas.
El tener voz propia conlleva responsabilidad. El acceso a un medio de difusión, incluso a uno tan multitudinario y democrático como lo es internet obliga a ser responsable en el mensaje. También el acceso a la vida social exige ser conscientes de nuestros actos.
Como soy consciente ahora que estas palabras no reflejan la realidad que vivimos: como cualquiera accede a este medio, parecería que la responsabilidad se diluye: "si todos lo hacen..." Pero bien sabemos que ampararse en el anonimato que ofrece la multitud no es excusa valida desde la ética.
¿Qué tiene que ver ésto con el canto? Pues mucho sino todo. Tiene que ver con cada momento de nuestras vidas, tiene que ver con lo conscientes que somos o no somos respecto a cada cosa que hacemos y decimos durante el transcurso de nuestra vida. Y no me refiero a la autocensura, sino a la comprensión última de los motivos que nos mueven sean conscientes o inconscientes.
Sucede una y otra vez en cada clase que doy: mi tarea consiste más que nada en guiar a cada alumno en el autoconocimiento de su propio cuerpo, mente y espíritu como instrumento único e irrepetible de la propia expresión. Tarea que no puede llevarse a cabo sin ser plenamente conscientes. Y la consciencia lleva responsabilidad. Una y otra vez observo el empeño erróneo por dominar, someter aquello que en verdad debe ser comprendido y acompañado. Una y otra vez me veo interrumpiendo un esfuerzo denodado y frustrante por querer expresar lo que se desconoce por medios igualmente desconocidos, esfuerzo inútil por dominar aquello que es uno mismo y la tremenda paradoja: ¿Quién domina y quién es dominado? y la respuesta lógica y evidente: el que domina es el dominado, el que observa es el observado.
Comprender que no hay división, que cuerpo mente y espíritu son uno solo y lo mismo. Ver claramente que cada parte es indivisible del total, que cada individuo es parte indivisible de la sociedad, y la sociedad parte indivisible del universo que habita, que uno es el mundo y el mundo es uno, en fin: la parte no es divisible del todo, y si ataco la parte ataco el todo y si ataco el todo ataco la parte. Si me daño daño a los otros, si daño a los otros me daño a mí mismo. Que no puedo dominar sin ser, a mi vez, dominado.
Y es entonces que observo el mundo alrededor y veo que lo que sucede en las clases no es diferente a lo que sucede en lo cotidiano. Desde el empeño individual en aprender a cantar, a comer con palitos en vez de cubiertos o practicar un deporte, (por poner ejemplos), hasta el empeño colectivo como el elegir gobernantes, asistir a una protesta y hasta el extremo del vandalismo y saqueo como los que observamos con asombro suceder en Inglaterra veo el mismo hilo conector: El desordenado, excesivo, ininteligente desgaste de energía: Ser a una vez el cuerpo y el tumor que lo consume. En todos los casos es lo mismo: se busca dominar lo que se desconoce, se ataca el efecto y no la causa. Se intenta por cualquier medio re-mediar, es decir, encontrar paliativos, atar con alambre, arreglar lo que es sin saber qué es ni cómo funciona. Y lo más grave aún: sin tener idea de porqué se quiere arreglar lo que evidentemente no funciona. Y es que nunca se arregla: si nos tomamos apenas unos minutos para comparar la desvensijada, infinitamente remendada realidad con el ideal, es fácil ver que la brecha entre lo real y lo ideal es abismal.
Y es que la dominación, el sometimiento violento generan resistencia, y como cualquiera que entienda un poquito de física o de electricidad sabe: la resistencia consume más energía. Y lo mismo se aplica a cualquier
situación ya sea física , mental, espiritual, social, económica, etc. Pero de las formas de resistencia y sus efectos ya voy a referirme en otra oportunidad.
Las antiquísimas culturas asiáticas hace ya milenios aprendieron que los procesos una vez en marcha, como el de la naturaleza, responden a infinitas variables que no se pueden dominar sino acompañar.
Un jugador de Fútbol me dijo una vez que el mejor jugador no es el que más corre sino el que está parado en el lugar justo en el momento exacto. El buen jugador no corre, no se impone con violencia sino que sabe ubicarse, acomodarse, el que ve no sólo su oportunidad sino el desarrollo general no sale a buscar la pelota sino que le cae a los pies y generalmente bien acomodada.
"Siéntate a la puerta de tu casa y verás pasar el cadáver de tu enemigo" o también "Quien corre detrás de lo que busca no permite que aquello que le pertenece lo alcance".
La manera occidental conoce sólo una manera de accionar: la dominación. De la dominación se desprende la idea de superación. De superar y dominar deviene la idea del enemigo. Y al enemigo se lo ataca. Si no estamos conformes con algo, ese algo se convierte en nuestro enemigo, si no estamos conformes con quienes somos nos convertimos en nuestros enemigos. Y al enemigo se lo ataca: al problema se lo ataca, al orden o al caos se lo ataca, al cambio se lo ataca, al aprendizaje se lo ataca. Siempre ese obstáculo por delante, esa zanahoria inalcanzable que, si lo pensamos, ni siquiera podemos explicar porqué la deseamos tanto.
Desconocemos los motivos, desconocemos las causas, desconocemos el funcionamiento, desconocemos las razones, desconocemos incluso que desconocemos. Y en irreflexivo ataque enfrentamos lo que se nos cruce, la vida misma.
Con visión y conocimiento acotadísimos pretendemos ir detrás de lo que queremos. sin saber si es lo que queremos, si es lo que nos conviene ni cómo obtenerlo.
Si desde nuestra más tierna infancia se nos enseña a atacar lo que sea que se interponga a nuestros antojos ¿Es entonces tan extraño que actuemos de ese modo? Si violencia es lo que percibimos, si el ataque y la dominación es nuestro leiv motif ¿Podemos esperar respeto, comprensión y paz? ¿Puede acaso una sociedad violenta con historia y deseos imperialistas criar hijos pacíficos, bondadosos y respetuosos de sí mismos como de los otros?
Gran parte de mi tarea en una clase es destacar la idea, tan combatida por la misma estructura social, de que aprender no es dominar sino ser conscientes de un proceso, en este caso del canto. Cantar es un proceso que requiere la comprensión del aparato fonador y sus funciones no sólo desde lo teórico sino también desde lo práctico. Para ser conscientes al punto de ser capaces de comprender es necesario que la mente especulativa detenga su impulso de dominar lo que sucede para dar paso a la atención absoluta y así percibir lo que realmente sucede.
La atención, la percepción concentran toda la energía en un foco. Para que esto suceda es necesario que la energía no se disperse en movimientos vacuos ni procesos mentales fútiles. Comprender no es un ejercicio mental sino, por el contrario un permitir, mediante la quietud, que surja y se muestre por sí mismo aquello que se desea obtener. Cantar es en todo sentido un ejercicio natural que cuerpo, mente y espíritu conocen y reconocen como capacidad estructural. Aprender a cantar no es sino el camino de reconocimiento consciente de aquello que ya es parte de nuestras funciones naturales.
Así también la imaginación y la creatividad no pueden aprenderse en sí mismas sino que lo que se aprende es a permitir que surjan, que se revelen a sí mismas. Lo que aprendemos es a abrir la puerta.
Es fácil entender que no puede expresarse creatividad sin la libertad. Y no puede haber libertad donde hay control y dominación.
Pongamos otro ejemplo: cualquiera que hubiese experimentado la pesca tradicional con caña, tanza y anzuelo sabe bien que la paciencia y la quietud son básicos en esta tarea. Concentrar la atención por el tiempo que sea necesario: no es simplemente quedarse quieto a esperar, es enfocar toda la energía en la atención absoluta, como el gato ante su presa, ese instante en que instintivamente el animal se inmoviliza completamente y es todo músculos tensos y ojos abiertos, oreja parada y naríz húmeda y temblorosa. entonces de un salto cae la presa, de un tirón se engancha al pez, ahora pescado.
De igual manera se atrapa la imaginación, la creatividad. Podría dar miles de ejemplos pero creo que ya está suficientemente claro: desconocer los motivos, las razones, las causas, las formas lleva al error del intento de dominación, de la reacción sin sentido, del desgaste de energía vital. La disciplina violenta es la contracara del caos uno lleva al otro y se retroalimentan, generando un círculo vicioso que demanda cada vez más energía y maquillaje para disfrazar lo real de ideal.
El ataque no es sino una carrera alocada hacia el abismo. Sin quietud no hay comprensión, sin comprensión no hay acción efectiva. El dominar al otro o a uno mismo es ver la vida como un objetivo al que se ataca y todo lo que me rodea es mi enemigo incluso mi cuerpo, mente y espíritu: todo es material a dominar. En tan belicoso estado hallar la paz y quietud necesarias para comprender y acompañar los cambios y crisis que son parte de la vida es absolutamente imposible. Ni hablar de aprender. La paz nada tiene que ver con la violencia, uno no lleva a lo otro: no se tocan, no son coincidentes, no pueden estar un un mismo espacio. La paz y la violencia son estados absolutos completamente distintos, caminos totalmente dispares. Y sea dicho de paso: al amor no se lo conquista, se lo acepta.
Si tuviese que explicar todos los males del mundo, todos los sufrimientos y frustraciones, toda manera violenta de realizar nuestros deseos lo haría con una sola palabra: Codicia.
Codiciamos lo ajeno, lo que se nos muestra, lo que se nos oculta, lo que no tenemos y de lo que tenemos codiciamos más. Al punto de poner en riesgo lo que más amamos, lo que más nos enorgullece, lo que ya tenemos por conseguir aquello que codiciamos. La codicia es violencia en estado puro.
Y la codicia nos ciega hasta tal punto que no vemos que lo que queremos ya lo tenemos, que no hay más que detenerse unos momentos, respirar hondo... y dejar que la felicidad nos alcance.